viernes, 30 de marzo de 2007

Cuando leer es conocernos

Mientras a García Márquez lo agasajaban hasta con una lluvia de mariposas amarillas, en la inauguración del IV Congreso Internacional de la Lengua Española; en un cumpleaños en Caracas un par de amigos confesó nunca haber leído Cien años de soledad (1967).

Treintón, el primero; veinteañero, el segundo, ambos nacieron en Venezuela. Y aunque han vivido fuera del país, siempre han estado en Latinoamérica. Así que aquella confesión desfachatada inicialmente me sorprendió. Pero luego recordé.

Es verdad que es una lectura obligatoria en lo que yo viví como bachillerato -ahora no sé cómo se llamará. La cosa es que, aunque para ese momento no existían sitios como Resumido o el Rincón del Vago, ya circulaban guías analíticas en papel de obras clásicas, a las que siempre apelaban los no-lectores del salón.

Si mal no recuerdo la de Cien años de Soledad era un librito amarillo de unas 25 páginas. Y yo, lectora asidua desde muy pequeña, cuando la vi en manos de mis compañeros sentí como tristeza.

Tristeza porque perdían la oportunidad de leer, no una excelentísima obra escrita en castellano o a un Premio Nobel –como 'facilitadora' en cursos de promoción a la lectura sabía que ése no era un argumento-, sino un libro que, además de todo, era divertido.

Cien años de Soledad era mucho más fresco, cercano y entretenido que la mayoría de los textos que nos mandaban a leer en clase, tan lejanos a nuestra realidad y ritmo cotidiano: la empalagosa María (1867) de George Isaac, las lentas descripciones del paisaje de Rómulo Gallegos...

Se salvaba El Túnel (1948) de Ernesto Sábato, aunque sé que a algunos les aburrieron las connotaciones psicológicas.

No soy folclorista. No voy a decir que me gustaron los versos sobre unas dichosas moscas rojas, atribuidos a no sé cuál tribu venezolana, que me hicieron leer en V año de Humanidades.

Pero aquí se trataba de un autor con vida, de alguien próximo que, aparte de darle un giro a la literatura en castellano e impulsar como nunca su difusión, podía decirnos mucho de lo que somos. No leerlo me parecía un desperdicio.

Identidad por originalidad

No me gustan los reduccionismos. Siempre he luchado porque no se diga que Latinoamérica es Macondo, y que lo único que se espere de nosotros en la literatura o el cine sean historias mágico-folclóricas.

Pero sin duda el realismo mágico forma parte de nuestra cultura, como forma parte de los cuentos de nuestras abuelas.

Y me resulta un poco triste y hasta patético que mi generación y otras más jóvenes conozcan el realismo mágico más por la versión edulcorada y hollywoodense de La Casa de los Espíritus o Como agua para chocolate, que en la forma original y contundente de García Márquez.

No deja de tener cierta ironía que a estos amigos les guste la fantasía en sus diversas formas. Ven y consumen relatos fantásticos, aunque desconozcan a los Buendía. Igual les pasará, supongo, a muchísimos otros latinoamericanos, a pesar de que Cien años… sea quizá la novela latinoamericana más conocida en el mundo.

Yo misma, con un padre argentino, tuve inicialmente una aproximación a la literatura fantástica desde un enfoque mucho más europeo: Edgar Allan Poe y Jorge Luis Borges, un argentino a quien le gustaba pensarse como europeo en el exilio.

Pero fue divertidísimo descubrir luego que aquellos cuentos que escuchaba de niña, en Maturín, cuando se iba la luz en la hacienda de mi abuelo materno, también podían volverse literatura.

Darme cuenta de que esas historias contadas por los campesinos a la luz de una vela, eran tan válidas para escribir como las de mi biblioteca en Caracas y todas las de mi pretensiosa “educación ilustrada”, fue realmente mágico.

Fue la forma de enterarme de que todas las aristas de mi historia –incluyendo la imaginería más banal o cotidiana– alimentarían cualquier obra que pretendiera hacer original y propia; la impactarían aunque fuera por negación.

No quiero ser reaccionaria. No pretendo que se imponga una Ley Resorte en nuestras lecturas. Todo lo contrario. Somos mixtos, complejos y creo que nuestra identidad está mucho más en la fusión, el mestizaje y la evolución, que en los purismos.

Y para eso hay que leer de todo. Descubrirse en historias de cualquier lado, cualquier momento, cualquier autor; sin prejuicios, con entrega. Qué rico poder hacerlo recorriendo Cien años de soledad. Y tenemos un millón de nuevos ejemplares para hacerlo.

El Gabo en el IV Congreso Internacional de la Lengua Española

"Ni en el más delirante de mis sueños, en los días en que escribía Cien Años de Soledad, llegué a imaginar que podría asistir a este acto para sustentar la edición de un millón de ejemplares. Pensar que un millón de personas pudieran leer algo escrito en la soledad de mi cuarto, con 28 letras del alfabeto y dos dedos como todo arsenal, parecería a todas luces una locura.

Hoy las academias de la lengua lo hacen con un gesto hacia una novela que ha pasado ante los ojos de cincuenta veces un millón de lectores, y hacia un artesano, insomne como yo, que no sale de su sorpresa por todo lo que le ha sucedido.

Pero no se trata ni puede tratarse de un reconocimiento a un escritor. Este milagro es la demostración irrefutable de que hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer historias en lengua castellana, y por lo tanto un millón de ejemplares de Cien Años de Soledad no son un millón de homenajes al escritor que hoy recibe, sonrojado, el primer libro de este tiraje descomunal. Es la demostración de que hay millones de lectores de textos en lengua castellana esperando, hambrientos, de este alimento.

No sé a qué horas sucedió todo. Sólo sé que desde que tenía 17 años y hasta la mañana de hoy, no he hecho cosa distinta que levantarme temprano todos los días, sentarme frente a un teclado, para llenar una página en blanco o una pantalla vacía del computador, con la única misión de escribir una historia aún no contada por nadie, que le haga más feliz la vida a un lector inexistente.

En mi rutina de escribir, nada he cambiado desde entonces. Nunca he visto nada distinto que mis dos dedos índices golpeando, una a una y a un buen ritmo, las 28 letras del alfabeto inmodificado que he tenido ante mis ojos durante estos setenta y pico de años.

Hoy me tocó levantar la cabeza para asistir a este homenaje, que agradezco, y no puedo hacer otra cosa que detenerme a pensar qué es lo que me ha sucedido. Lo que veo es que el lector inexistente de mi página en blanco, es hoy una descomunal muchedumbre, hambrienta de lectura, de textos en lengua castellana.
Los lectores de Cien Años de Soledad son hoy una comunidad que si viviera en un mismo pedazo de tierra, sería uno de los veinte países más poblados del mundo.

No se trata de una afirmación jactanciosa. Al contrario, quiero apenas mostrar que ahí está una gigantesca cantidad de personas que han demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma abierta para ser llenada con mensajes en castellano.

El desafío es para todos los escritores, todos los poetas, narradores y educadores de nuestra lengua, para alimentar esa sed y multiplicar esta muchedumbre, verdadera razón de ser de nuestro oficio y, por supuesto, de nosotros mismos.

A mis 38 años y ya con cuatro libros publicados desde mis 20 años, me senté ante la máquina de escribir y empecé: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". No tenía la menor idea del significado ni del origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé de escribir ni un solo día durante 18 meses, hasta que terminé el libro.

Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo.

Con el ritmo que había adquirido en un año de práctica, calculé que me costaría unos seis meses de mañanas diarias para terminar.

Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas y cineastas que había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos, entre ellos "La región más transparente", de Carlos Fuentes; "Pedro Páramo", de Juan Rulfo, y varios guiones originales de don Luis Buñuel.

Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final, la novela era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja, para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos.

Pocos años después, Pera me confesó que cuando llevaba a su casa la última versión corregida por mí, resbaló al bajarse del autobús, con un aguacero diluvial, y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle. Las recogió, empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa, hoja por hoja, con una plancha de ropa.

Lo que podía ser motivo de otro libro mejor, sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo, con nuestros dos hijos, durante ese tiempo en que no gané ningún centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa.

Habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestras primeras incursiones al Monte de Piedad.

Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto las examinó con un rigor de cirujano, pasó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas del collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero: "Todo esto es puro vidrio".
En los momentos de dificultades mayores, Mercedes hizo sus cuentas astrales y le dijo a su paciente casero, sin el mínimo temblor en la voz: "Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses".

"Perdone señora –le contestó el propietario–, ¿se da cuenta de que entonces será una suma enorme?".

"Me doy cuenta –dijo Mercedes, impasible–, pero entonces lo tendremos todo resuelto, esté tranquilo".

Al buen licenciado, que era un alto funcionario del Estado y uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: "Muy bien, señora, con su palabra me basta". Y sacó sus cuentas mortales: "La espero el 7 de setiembre (sic)".

Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de la ciudad de México, para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien Años de Soledad, un paquete de 590 cuartillas escritas a máquina, a doble espacio y en papel ordinario y dirigidas a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Suramericana.

El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: "Son 82 pesos". Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera, y se enfrentó a la realidad: "Sólo tenemos 53".

Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Suramericana, ansioso de leer la primera mitad del libro, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla.

Fue así como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy.

Muchas gracias".

(Cartagena de Indias, 26 de marzo de 2007
Discurso de Gabriel García Márquez, en su homenaje durante la jornada inaugural del IV Congreso Internacional de la Lengua Española)

martes, 20 de marzo de 2007

Escapadas salvadoras

Los seres intensamente multitasking necesitamos de vez en cuando echarnos una escapada. No hablo de grandes viajes con océano de por medio, aunque a esos también vale la pena recurrir cada tanto.

Hablo de esas pequeñas paradas técnicas de un fin de semana o, mejor, dos o tres días entre semana, como para despegarse de jefes, clientes, empleados, familia y cuanta responsabilidad tenga uno, y dejar que todas las piezas vuelvan a su sitio o se dé alguna justa reinvención.

No soy grupera. Aunque en la universidad alguna vez me uní a la tediosa costumbre de irse a Margarita con un gentío y tener que aguantar las consecuencias de flirteos colectivos, siempre preferí las escapadas más íntimas: una amiga, una pareja o unos cuántos libros y discos, y listo.

Son días para el hemisferio derecho y los sentidos. Días para el sexo dedicado, si se está acompañado, y si no, días para la buena de lectura; para quedarse echado; para experimentar y degustar; para respirar llenando todos los pulmones; para caminar sin apuros; para conocer campesinos, pescadores, cocineros, posaderos y turistas extraños; para consentirse y dejarse consentir.

Investigando, pidiendo referencias o aventurándome de plano he identificando algunos rincones cercanos a Caracas que vale la pena explorar. Aquí presento tres de ellos:

Las Casas del Gobernador: Ubicado en Chirimena, Estado Miranda, es una de las opciones más cercanas de Caracas –se vende como a dos horas, con calma en realidad es un poco más.

No se puede decir que las playas aledañas sean las mejores o las más dóciles de Venezuela, pero las vistas son hermosas al combinar mar y montaña en un solo ambiente.

Para mí lo mejor es la atención y las instalaciones: 11 opciones de cómodo hospedaje, la mayoría con aire acondicionado –aunque a veces se va la luz-, áreas verdes y piscinas, incluyendo una pequeña de agua salada al borde del risco, mi preferida.

Los paquetes incluyen el desayuno y, en los almuerzos y cenas, a veces a uno le dejan hurgar en la cocina, para escoger el pescado que haya llegado más fresco.

Villa Majagual: Un poco más retirada de Caracas, casi llegando al Parque Nacional de Mochima, la posada está en medio de un bosque natural de unas 5 hectáreas, en pleno golfo de Santa Fe.

El lugar es fresco, ventilado, con buena comida, atención, tranquilidad y privacidad. Las cabañas son cómodas, aunque el mobiliario es bastante modesto.

Cuenta con una playita cercana que se disfruta tanto bajo el agua, con equipo de snorkeling para ver los corales, como nadando o paseando sobre botes de pedales. Hay piscinas, muchas caminerías y jardines para internarse.

Entre sus mayores atractivos está un muellecito de donde aventurarse a lugares como las Islas Caracas y La Piscina, un muy acogedor comedor y una riquísima terraza, ambos con vista a una costa rocosa privada, perfecta para tomar algo, leer y relajarse.

Posada Don Elicio: A cinco minutos del pueblo de la Colonia Tovar, quizá sea una de las mejores posadas de Venezuela.

Con comida preparada con esmero y buen gusto, atención cálida, extensos y muy cuidados jardines que rodean acogedores ambientes de estilo colonial, pero con todas las comodidades modernas, es una opción de primera clase a precios razonables.

Sin duda es la posada venezolana donde mejor he comido, disfrutando platos con personalidad a cargo de Karl Roldán Lucero: lomito al carbón en salsa de pimentón rostizado y quenelles de yuca, crema de hongos portobello con manto crocante de hojaldre, salmón con salsa de alcaparras con puré verde/rojo.

La experiencia cuenta, además, con pequeños detalles muy placenteros como merendar rodeado de un pequeño riachuelo; o despertar y conseguirse panecillos y café a la puerta de la cabaña.

Y esto es sólo el abreboca de unos desayunos domingueros memorables por frescura, sabor y abundancia -además de una magnífica vista-, ideales para cerrar un viaje hedonista.

viernes, 9 de marzo de 2007

Héroes: ¡salven a la cheerleader, salven la buena televisión!

Gracias a Internet, empecé a ver Héroes –la serie que desde hoy comienza a transmitir Universal, en el cable local- cuando se estrenó en Estados Unidos en el otoño de 2006, al mismo tiempo que la apocalíptica Jericó y la oscura The Nine.

Por personal simpatía, me llamaba más la atención el tema de Héroes, con un grupo de seres humanos comunes que empieza a desarrollar poderes inusuales: un enfermero que cree puede volar, un artista capaz de pintar el futuro, un geek japonés que puede viajar en el tiempo, una porrista indestructible…

El piloto me encantó. Entretenido y bien estructurado, fue una presentación de personajes muy bien llevada, con un ritmo ágil y sin desperdicios en tensión y caracterización. Sin embargo, mantuve el escepticismo: excelente tema, sólo que muy proclive a desastres televisivos y cinematográficos.

Vi cada uno de los primeros capítulos, como esperando el duro golpe de la desilusión. Pero Héroes nunca decayó. Por el contrario, cada nuevo episodio me fue enganchando y sorprendiendo más, mientras a The Nine la abandoné a la tercera entrega.

Y cuando dos de mis contactos en el messenger, ubicados en lugares muy distantes del mundo, colocaron como su frase: “Save the cheerleader, save the World” –la clave de la serie en ese momento-, fue claro que se trataba de un fenómeno mundial.

Ritmo y caracterización

El pasado lunes 5, el capítulo 18 de la serie tuvo nada menos que 14.90 millones de espectadores, superando a Two and a Half Men y a 24.

El éxito ha sido tal que, pensada inicialmente para 18 capítulos, fue extendida a 23; las dos últimas entregas fueron grabadas dos veces, no por malas, sino porque ahora contaban con recursos para desplegar quizá los mejores efectos especiales vistos en televisión; y ya se encargó la segunda temporada.

Pero su fortaleza no parte ni se queda en la superficie. Su fuerte es la trama, la caracterización de los personajes y, sobre todo, la tensión.

Presentada inicialmente con un enfoque similar a X-Men, la serie se interna, no en las aventuras de una nueva liga de la justicia, sino en el dramático proceso en el que cada uno de los personajes –de un casting extenso y multicultural– va descubriendo sus poderes y consecuencias.

Es un paso lleno de confusión, dolor y miedo, parecido a lo vivido por el Unbreakable (2000), pero sin olvidar el lado jocoso –subrayado por Hiro Nakamura, uno de los mejores personajes-, y sazonado con misterio, conspiración, ciencia y teorías de evolución.

El manejo del ritmo y la tensión es excelente. Cada episodio va revelando y solucionando pequeñas piezas de la trama, que tranquilizan a quienes queremos desentrañar el misterio y nos fastidia la incoherencia extendida de Lost. Pero cada respuesta va desembocando en nuevas aristas o develando elementos inexplorados, que mantienen la tensión a lo largo de la serie.

Su creador, Tim Kring, dice no ser geek ni fanático de los cómics. En una entrevista afirmó sentirse más inspirado por el cine actual, especialmente por The Incredibles (2004): “I have two small children and you find when you have kids, you've got to go to movies. I was literally surrounded by (superheroes)”.

Y quizá fue esa visión más fresca la que le permitió escalar de los fanáticos del cómic y los geeks –quienes hicieron del capítulo piloto una de las descargas más populares de Internet- a las grandes audiencias.

A ellas va dirigida la intensa campaña promocional Héroes 360, conformada por varios sitios web oficiales, blogs y extras que complementan la serie, desde todas las perspectivas posibles.

El más reciente y quizá uno de los más interesantes es el sitio sobre la investigación del doctor Suresh: http://www.activatingevolution.org/. Pero no pienso sabotear a los que hoy comienzan a sintonizar la serie. Disfrútenla tranquilos esta noche, luego ya podrán explorar.

domingo, 4 de marzo de 2007

Santaolalla ronrockea

“Para todos los latinos”, dijo otra vez Gustavo Santaolalla, mientras asía firmemente y con sonrisa plena su segunda estatuilla del Oscar, ahora por la banda sonora del abanico multicoral y variopinto de Babel.

Y qué curioso que fuera el peculiar sonido del ronroco, ese charango especial creado entre grupos folclóricos de la Cordillera de los Andes, el que me hiciera sentir el desamparo en el otro extremo del mundo.

Yo recordaba muy bien el sonido de las instrumentaciones con sabor a altiplano de su disco Ronroco (1988). Pero esta vez el ronco timbre me transmitió más bien el dolor, desolación e impotencia, en el agreste terreno de Marruecos.

Y qué curioso que de allí me trasladara a Japón y que fuera la música preparada por Santaolalla -con sonidos encajonados y amortiguados que explotan en música electrónica actual- la que pudiera mostrarme el mundo interior de una sordo muda adolescente, nada menos que en una discoteca.

Para algunos esta estatuilla fue el premio de consolación a Alejandro González Iñárritu. Para mí, la película hubiera sido muy distinta sin la intervención sonora del maestro. Pude percibirla lenta por momentos, sobreextendida en esa narración por turnos.

Pero fueron los acordes de Santaolalla los que sirvieron de amalgama; los que unieron cada una de esas historias en un universo integral y verosímil, dándole, al mismo tiempo, una identidad, una atmósfera emocional y una personalidad a cada ambiente y drama particular.

Vivificador de identidad sonora

“El midas del rock latino”, lo llaman, por sus trabajos como productor de agrupaciones y artistas como los mexicanos Café Tacuba, Molotov y Caifanes, el colombiano Juanes, los argentinos Bersuit Vergarabat y los cubanos Orishas.

Músico sensible e inquieto, productor agudo y detallista, empresario organizado e incansable, Santaolla es un catador vital –no es casualidad que tenga una hacienda de vinos en Mendoza. Y en esa tarea ¡vaya que ha recorrido mundo!, incluyendo Venezuela.

Aquí vino, por primera vez, a participar en unas conferencias organizadas por la Fundación Nuevas Bandas -ocasión de la gráfica en Plaza Venezuela, junto al presidente de la FNB, Félix Allueva, y Rubén Scaramuzzino de la revista Zona de Obras. Luego a presentar su Bajo Fondo Tango Club y hasta para grabar un disco de música académica, sin olvidar el fichaje de proyectos para su editorial y sello disquero, como el venezolano Panasuyo.

Pero en lugar de explotar el rock latino como una etiqueta vacía de marketing –tal y como se volvió el realismo mágico en la literatura hispanoamericana- Santaolalla es un explorador auténtico, un arqueólogo y vivificador de identidad sonora.

Es alguien capaz de ver en sí mismo y en otros lo más genuino; lo que se puede llegar a ser antes de serlo y cumplir cada de una de las tareas necesarias para hacerlo realidad.

Sin duda fue ese germen de búsqueda de lo auténtico lo que motivó proyectos como “De Ushuaia a la Quiaca” (1985): un viaje exploratorio y musical por el interior de Argentina, junto con León Gieco, que desembocó en un álbum leyenda y reveló las joyas del folclore local, mucho antes que empresas como la de Ray Cooder y el Buena Vista Social Club.

Y es esa mirada atenta y humilde ante el talento, pero también firme a la hora de imponer disciplina; centinela de tradiciones, pero sin temor a los riesgos de la innovación, lo que hace que toda la música creada, interpretada o producida por Santaolalla suene actual, pero arraigada; auténtica, pero sin las telarañas de políticas pro-folclore.

“Describe a tu barrio y describirás al mundo”. “Muestra tu sentir y mostrarás el de cualquiera”. Ésas parecieran ser las máximas. Sólo que el barrio es mucho más complejo y diverso que Macondo, y su banda sonora incluye sonidos tradicionales, pero transmutados en otra cosa.

Así, como muestra la película de Iñárritu, el dolor, el desamparo y la impotencia se pueden sentir igual aquí, en el Altiplano, en Marruecos, en Japón o, incluso, en Brokeback Mountain.