domingo, 30 de noviembre de 2008

Javier Limón en Barcelona: el zumo que espesa el flamenco

Este fin de semana Javier Limón se lució en el centro del escenario. Pero no porque los carteles del 40 Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona anunciara la velada como “Son de Limón - Javier Limón + artistas invitados”, ni porque él se exhibiera como la superestrella.

Todo lo contrario, Javier Limón brilló porque, como ha hecho tantas veces en su rol de productor, empuja hacia el haz de los reflectores a cuanto talento se topa o, mejor dicho, a cuantos lo terminas orbitando, confiados en que él ve lo que son capaces de ser y hacer mucho antes de que lo reconozca el mundo.

El viernes en el Teatre Joventut y el sábado en el Auditori can Roig i Torres, fue alrededor suyo y aupados por una sonrisa que evidenciaba admiración y amistad –al igual que sus “¡olé, Concha!”, “¡olé Piraña!”- que los artistas se fueron soltando.

“Hoy estamos entusiasmados”, dijo Javier al inicio de la noche, justo antes de dedicarle el concierto a la madre de Concha Buika. Y entonces se los vio juguetear cómodos y contentos; libres para hacer cuajar la mejor música, a partir del flamenco-latin-jazz como la han catalogado, pero perdiéndose rápidamente en una amalgama de música de raíz, viva y cambiante, difícil de capturar, fijar o etiquetar.




El variopinto batallón lo conformaban más de 10 músicos provenientes del flamenco y la música latina –especialmente de Cuba-, logrando una atmósfera intimista y divertida, a veces sensual, a veces festiva, a veces conmovedora. Todo quizá con la sabiduría técnica del jazz, pero siempre con la naturalidad y vitalidad de lo popular.

Aunque sin duda se trataba más de un concierto de banda que de solista, podríamos destacar algunos aspectos individuales: Javier Limón en la guitarra, pero especialmente por esa indiscutible aunque sutilísima dirección musical; el cubano Iván “Melón” Lewis con unos solos contundentes y traviesos en el piano.

También impresionó Dany Noel, quien marcó el pulso en su bajo de seis cuerdas, y aportó un fresco fraseo en el canto –su versión latina de "Ojos Verdes" fue notable-; así como los espectaculares metales de Carlitos Sarduy en la trompeta, Geandelaxis Bell “Mandela” en el trombón, Román Feliu en el saxo alto, e Inoidel González en el saxo tenor.

A riesgo de tener que alargar la nota, sería injusto no mencionar la mestiza sección rítmica, quizá de lo más característico de la banda: Enrique Ferrer en la batería, “Piraña” –el de Paco de Lucía- en la percusión latina, Ramón Porrina en la percusión flamenca, más la participación especial de Horacio “El Negro” Hernández, también en la batería. Como guinda estaba la pícara desfachatez del bailaor Farru, y la voz rasgada tan particular de Concha Buika. (De ella hablé anteriormente, en el post: Buika: Poderoso viaje afro flamenco, sin turbulencias)

Las propiedades del Limón

Más que un concierto, parecía una reunión de amigos que se divertían descargando. Y quizá fue esa energía la que atrajo a más jóvenes de los que hubiera visto nunca en un concierto de jazz en Barcelona.

El del saxo ayuda al nuevo a incorporarse al bailecito de banda salsera; el del bajo le hace señas al trombón, celebrando la ocurrencia del pianista; otro cualquiera hace una mueca y todos se destornillan de la risa, recordando diez mil chistes internos.

Aparece Buika y todos babean, como si fuera la bella e inalcanzable hermana mayor de uno de los compañeros de la bandita. Es la venus negra, la princesa africana de la que todos están enamorados. Entrañable y buena les canta y se mete en su juego. Apasionada y cómplice, al cantar gime, ríe y llora. Un berrinche no podría ser más divertido y musical, que saliendo de su boca y de su ademán de llanto; y su versión de "Volver, volver" no podría ser más conmovedora.




Sólo el descarado de Farru osa acercársele en la última pieza del bis. Se le arrima mientras ella canta algunas de esas frases de amor y desengaño: “a mí, a mí se me está acabando la paciencia”, y todo termina resolviéndose en un divertidísimo contrapunteo de scat y taconeos.

Sin etiquetas

Cuando en su afán por integrarse a la Comunidad Europea, España por momentos parece olvidar sus vínculos con Latinoamérica, es un placer ver como Javier Limón asume la relación con naturalidad y provecho.

Desintoxicado de prejuicios y fungiendo, sí, casi como un antioxidante, Javier Limón dinamiza la música, enriquece el flamenco con nuevas aromas, sin olvidar las raíces andaluzas, africanas o americanas.

Sabiendo como poner a punto el talento sin etiqueta, como productor fue el catalizador entre Bebo Valdés y Diego el Cigala, para el maravilloso disco “Lágrimas Negras”, así como para tantas otras entregas notables de Paco de Lucía, Niño Josele, Andrés Calamaro, Concha Buika, Carlihnos Brown y Jerry González.

Como intérprete, en directo cosecha una paleta de colores amplia y jugosa, donde las percusiones flamencas se visten con pianos y metales de raíz latina; donde las melodías pueden ser interpretadas tanto por la guitarra, como por la trompeta, el saxo o el piano; donde una copla puede cantarse como un son, donde éste puede quebrarse en disonancias jazzísticas, y donde el otrora bongosero terminado encarnado en el Farru, como en la maravillosa descarga de 'De madrugá-Kumbanchero'.




La mezcla inquieta a los puristas. “No se dejen engañar, no es flamenco”, advierten ciertos críticos por allí, mal enganchados en el hecho de que él coloque la palabra “bulería” al lado de algunos de sus títulos, pero casi siempre sin poder dejar de reconocer su valor.

Concentrado en ensalzar a sus músicos, al final del concierto presentó a todos menos a sí mismo. Varios saltaron para suplir su falta: “Javier Limón en la guitarra y dirección”. Y él sólo aclaró sonreído: “Manzana para los amigos”, seguramente será verde… limón.

(Los videos no son de sus conciertos en Barcelona. De distintas sesiones escogí algunos que tuvieran buena calidad de imagen y sonido. La atmósfera intimista, en cambio, lamentablemente es difícil de reproducir)

domingo, 23 de noviembre de 2008

Noruega y sus museos: se necesita museógrafo de buena presencia y mercadólogo con sensibilidad (y II)

Si bien uno de mis principales intereses al visitar Noruega era internarme en los fiordos, tal como comenté en el post Noruega, Munch y el alarido infinito en la naturaleza, la otra cara de la moneda era ver las pinceladas de Edward Munch y conocer algo de historia.

No tenía demasiado tiempo y, tomando en cuenta que se trata de uno de los países más costosos de toda Europa –o del mundo-, tampoco contaba con los recursos para verlo todo.

Nada más en la capital, Oslo, existen más de 50 museos. Ninguno de ellos tiene la escala de un Louvre, todos se pueden recorrer en una jornada. Pero si pretendía hacer la excursión a los fiordos y visitar la otra gran ciudad, Bergen, Capital Europea de la Cultura, había que elegir.

Tratándose del artista noruego más conocido internacionalmente y uno de los pintores que siempre llamó mi atención –inicialmente por The Scream, pero luego más por Melancholy y por Puberty, que recuerdo me impresionó mucho en el cole-, me encaminé primero al Munch-Museet.

Antes de morir, el propio artista donó a la ciudad de Oslo todas las obras que tenía en su poder, con las que un siglo después se inauguró este museo.

Emplazado junto al hermoso Toyenparken, en el barrio Tøyen donde se crió Munch, el bunker de hormigón, cristal y acero alberga la mayor colección del artista: unos 1100 cuadros, 4500 dibujos y 17000 grabados.

Bajo el título Munch becoming “Munch” la exposición vigente se pasea por sus inicios más academicistas; por su relación con los ambientes radicales de Cristianía, especialmente con el escritor anarquista Hans Jaeger (en el cuatro); por su vuelco al impresionismo cuando visita París y conoce las obras de Monet, Renoir, Degas, Pissarro y Seurat; y, finalmente, por el giro que dio a su trabajo, al entrar en contacto con las obras de Whisder, Gauguin y Van Gogh.

Me pareció especialmente valiosa la reconstrucción de la entonces “escandalosa” exhibición de Berlin, de 1982, clausurada a los pocos días de abierta, por la intensa reacción del público y los furiosos debates en la prensa, donde se publicaron caricaturas como ésta.

No obstante, extrañé ver como por fin Munch se volvió “Munch”, la firma, el maestro fundador del expresionismo, tal y como prometía el título.

¿Y dónde quedó El Grito?

El Munch-Museet se supone atesora las obras más emblemáticas de cada uno de los períodos del pintor y grabador. Y aunque se entiende que no se expongan todas y que muchas se presten a otras instituciones, fue imposible quitarme la sensación de “¿será que me salté una sala?”, al toparme con la salida, sin ver siquiera alguna de sus versiones de El Grito –sí, cual músico, le gustaba hacer variaciones de un mismo tema, y en el caso de este cuadro, existen cuatro originales.

Tras los robos de Madonna y The Screem, el museo reforzó las medidas de seguridad, por lo cual las mejores piezas se exhiben detrás de paneles de vidrio. Sin embargo, me pregunto si no necesitarían también un museógrafo y un buen mercadólogo. Ellos probablemente hubieran impedido semejante hueco histórico y tamaña insatisfacción.

Mi guía de viajes parecía iba a ayudar a saciar mi sed de Munch. En la Universidad de Oslo –decía- estaba el auditorio donde antes se entregaba el Premio Nobel de la Paz: El Aula, célebre por los murales que el propio Munch consideró eran su mejor obra.

Fui hasta allí, pero luego de perderme por las salas de estudio y bibliotecas, una secretaria me dio la insólita noticia: “El Aula está cerrada desde hace años, ¿por qué no vas al Museo de Munch”.

Cuanto ya había perdido casi toda esperanza conseguí la “sala que faltaba”. En la National Gallery, había un salón especial donde gratuitamente se podían ver pero no fotografiar Melancholy, The Screem, Puberty, The Day After y otras entregas célebres.

El Munch-Museet cuenta con obras equivalentes que hubieran completado perfectamente el recorrido histórico del artista; pero curiosamente no las expone ahora. Tampoco explica nada en el tríptico, en los paneles o en la audioguía, que me resultó pomposa, reiterativa y poco práctica.

De museografía y mercadotecnia

Fallas de museografía también noté en el Museo Histórico. Aunque no se trata de un museo temático especializado, como el Vikingskipshuset, esperaba que hubiera algo interesante sobre su pasado vikingo.

Lo había, al igual que piezas de la cultura inuit ártica. Pero todo estaba pobremente expuesto, si acaso sólo organizado cronológicamente: algunos dioramas, algunas vidrieras con objetos; los cuales, para colmo, en caso de haber sido prestados, no eran sustituidos ni reorganizados. La aureola de polvo hacía notar más su ausencia, que el cartel avisando del préstamo.

No pude percibir un hilo conductor más o menos didáctico, ni en la distribución de las piezas, ni en el escaso material entregado. Mucho menos conseguí un toque lúdico, divertido o motivante, como el que sentí en el Museo de Historia de Catalunya, por ejemplo; ni hablar de los museos de Londres o Nueva York.

La otra sorpresa me la llevé al salir. Si bien la ciudad se muestra cosmopolita y con ese aparente balance entre humanidad, naturaleza y modernización, las tiendas de los museos y galerías me resultaron bastante limitadas, ingenuas, en cierto sentido, vírgenes ante las estrategias de marketing. Lo poco que se podía adquirir eran postales, algunas reproducciones y ciertos libros; también algo de joyería a precios estrambóticos.

Yo, que viviendo en Barcelona, de Gaudí podría conseguir hasta pañales, me quedé con las ganas de aumentar mi colección de libretas –lo único que compro en la categoría de souvenir-, con alguna que capturara la particular visión de Munch. Definitivamente a los noruegos les va mejor en el turismo outdoor.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Noruega, Munch y el alarido infinito en la naturaleza (I)

Quizá lo único que me venía a la mente de Noruega, antes de empezar a leer la guía de viajes y pisar finalmente su suelo, era su pasado vikingo, El Grito de Munch y la inmensidad de los fiordos.

Ya inmersa en la tarea, recordé que ahí se entrega el Premio Nobel de la Paz, un evento que allá me enteré se vive, guardando las distancias, cual final de campeonato: las actividades se paralizan, para sintonizar en grupo el anuncio en la televisión.

Noruega es considerado uno de los países más pacíficos del mundo –en 2007 ocupaba el primer lugar en el Global Peace Index, siendo superado en 2008 sólo por Islandia y Dinamarca– y ostenta uno de los más altos índices de desarrollo humano –el primero en 2006, y el segundo en el Informe 2007-2008.

Se la conoce, pues, como una de las sociedades más “de acuerdo” del mundo. Sigue manteniéndose fuera de la Unión Europea, aunque participa en el mercado único, y conserva muy vivo su idioma, aunque la inmensa mayoría también habla inglés.

El haber surgido en un medio hostil y a la vez benevolente –las aguas del Golfo hacen que buena parte del territorio sea habitable-, heredando un pasado de navegación y fructífero comercio, parece haberle dado a los noruegos el empuje y la apertura para explorar y abrirse caminos, asimilando lo extraño de una forma muy particular.

Son capaces de torcer y cortar la naturaleza lo suficiente como para construir los puentes, túneles y vías ferroviarias que hoy comunican el accidentado territorio, permiten la fecunda explotación petrolera y hacen ver a su país entre lo más alto de la civilización.

Pero lo curioso es que tal civilización aparece enclavada en medio de esa inmensidad natural, como si así hubiera sido desde el inicio de los tiempos, como si las casitas de colores con los puertos enfrente hubieran germinado igual que los árboles del valle, apenas derretirse el glaciar.

Y entre lo limpio de la ciudad de Oslo, el cronómetro que indica cuántos minutos faltan para que llegue el próximo autobús, y el profundo silencio sólo interrumpido por las risas de los niños que juegan en los charcos de la nieve derretida, envueltos y protegidos por la maravilla de los diseños de invierno; me pregunté qué haría a Munch pegar ese grito.

Pensé si sería la calma, el orden que lleva al aburrimiento, el tedio de tener todo resuelto. Así al menos se suelen explicar los suicidios de estas partes del mundo, desde la óptica de un país como Venezuela, donde si amaneces un poco oscuro te retan con un “levanta ese ánimo” y ser introspectivo es una especie de pecado mortal.

Pero cuando abordé el primer tren para adentrarme en los fiordos, al ver la sobrecogedora nada blanca, las cordilleras rasgadas entre la neblina y un sol que nunca llega al cenit, vi que la naturaleza también lleva un grito por dentro.

Ya lo decía el propio Munch, al hablar de cómo surgió su más conocido cuadro: “Iba caminando con dos amigos por el paseo –el sol se ponía- el cielo se volvió de pronto rojo –yo me paré- cansado me apoyé en una baranda –sobre la ciudad y el fiordo azul oscuro no veía sino sangre y lenguas de fuego –mis amigos continuaban la marcha y yo seguía detenido en el mismo lugar temblando de miedo- y sentía que un alarido infinito penetraba toda la naturaleza”.

Hay muchos que hacen este viaje como una luna de miel. Pero yo, cuando llegué al puerto de Gudvangen y tomé el bote que nos internaría en Nærøy, un fiordo lateral del Sognefjorden, el más estrecho de Europa, no pude evitar verme sumergida –y sobrecogida- en el cuadro Melancholy.

El ambiente no es sólo lo que sale en las fotos de los paquetes turísticos. Hay una atmósfera que no se puede capturar en fotografías, por más cielos azules que se retoquen –o fabriquen- en photoshop.

La orilla de un fiordo puede ser como la imagen de la izquierda, pero también como la de la derecha.










Un atardecer puede lucir como el de la fotografía y al mismo tiempo encender el grito existencial de Munch.









A pesar del agua caliente, de la calefacción cómoda y del Ferrocarril de Flam, que presuntuoso trepa la montaña, a razón de un metro de subida por cada 18 metros de distancia, el desasosiego también está allí.

Hay algo en el silencio cortado por el viento, en el trueno del hielo que se desploma en las cascadas, en la luz que cae siempre oblicua, en lo escarpado y áspero de las montañas, en la fuerza del agua que corre debajo de los túneles, en la gama de rojos y naranjas que zanja el cielo. En cada encuadre hay algo que te recuerda que no todo está bajo control.

En esta época del año y con mi humilde cámara no pude fotografiar ningún firmamento prístino como el de las guías de viajes. Pero creo que prefiero mis cielos oscuros, mis montañas grises, mis pueblecitos duplicados en el agua entre la niebla, y el recuerdo de una atmósfera que no te la puedes llevar en un souvenir y que, sin duda, capturó mejor Edvard Munch.

(Las fotos de los fiordos fueron tomadas por Susana Funes, salvo la del atardecer, capturada por Fredrik Westin)


domingo, 9 de noviembre de 2008

Nicholas Payton Quartet en Barcelona: lo de menos fue su trompeta

Al verlo salir escondido debajo de un sombrerito, con el rostro inexpresivo, resultaba un poco extraño conectarse con ese grito de “everybody” que el líder del Nicholas Payton Quartet lanzó al empezar su concierto, ayer en Barcelona.

Los sonidos iniciales parecían querer evocar más su pedigrí festivo. Nacido en una familia de músicos, Nicholas Payton llegó a tocar en el histórico French Quartet en las fiestas de Mardi Grass, y dedicó parte de sus primeros discos a la música tradicional de su originaria Nueva Orleáns.

Pero el concierto cambió rápidamente de este principio -a mi juicio un tanto resbaladizo por la contradicción entre porte y sonido- a un tono bastante más melancólico, quizá más acorde con su último disco Into the blue (2008).

La velada formaba parte del ciclo ¡Trompetes!, del 40 Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona. Y no era de esperarse otra cosa. En sus inicios fue como trompetista que figuras como Wynton Marsalis lo apadrinaron, acogiéndolo finalmente en su banda.

Como tal, participó en la película Kansas City (1996) de Robert Altman; formó parte de la banda Jazz Machine de Elvin Jones; tocó con Ravi Coltrane, se fue de gira con la Jazz At Lincoln Center Orchestra; apareció con la Carnegie Hall Jazz Band en el Newport Jazz Festival All Stars; y ganó un Grammy como Best Jazz Instrumental Solo.

Lo curioso es que en la sesión de ayer, lo que menos brilló fueron sus dotes como trompetista, sin que eso significara –para nada- que haya sido un mal concierto.

En escenario se apareció con un cuarteto –y no con un quinteto, como grabó sus últimas placas- conformado por el bajista Vicente Archer, el baterista Marcus Gilmore y el percusionista Daniel Sadownick. Faltaba su otrora pianista, Kevin Hays, pero a cambio fue el propio Payton quien tomó el teclado.

Sujetando con la mano derecha su trompeta, cual si fuera parte natural de su cuerpo, con la izquierda fue tocando acordes en el teclado, que daban una atmósfera muy particular a cada una de las piezas.

El concierto fue evolucionado para transmitir desde las sutilezas del mar o del aire, hasta las más contundentes descargas. Sin protagonismos forzados, pero dando paso a lo que cada uno tenía para dar, los músicos fueron turnándose sus solos como es de esperarse, quizá con un performance un tanto frío, pero técnicamente afiatado y firme.

Especial mención merece el percusionista Daniel Sadownick –por cierto, el único blanco- quien realmente dejó sentir durante todo el concierto cómo la música realmente fluía por su cuerpo.

Hasta la rabia -y posterior ingenio- se pudo constatar al verlo manejarse frente a un platillo que se empeñaba en salir volando, sin que ningún roadie le echara una mano. Su solo fue para mí lo mejor de la noche, transportándome de una suave llovizna, a una tormenta brutal de beats, sin que la fuerza empañara nunca la expresividad. Habrá que seguirle la pista.

Haciendo balances, resultó interesante e impresionante ver con qué naturalidad Payton podía manejar ambos instrumentos; comprobar cómo la trompeta se ha vuelto como una extensión de su boca y cómo el cuarteto lograba, por momentos, unas atmósferas muy particulares, con asidero en la tradición pero de vuelo contemporáneo e intimista.

Sin embargo, dado sus antecedentes, extrañé ver más su performance como trompetista, como se lo ve en este video.



Quizá con mayor “delirio” en el instrumento, hubiesen encajado mejor las bromas del bis, cuando Payton aupaba al público a cantar de pie “Obama, Obama”. La audiencia, muy civilizada, sólo estuvo 15 segundos de pie.

(Si quieren saber más de su nuevo disco, aquí hay una nota interesante con los comentarios de Nicholas Payton sobre Into the blue)