domingo, 19 de abril de 2009

Gran Torino, los buenos y los malos y lo políticamente correcto


Residir en Barcelona, una ciudad que se debate entre ser España, pero antes Catalunya y luego parte de la Comunidad Europea, mientras aprende a encajar la mayor inmigración de su historia, significa vivir en un entrecruce de mensajes ‘políticamente correctos’: interculturalidad y tolerancia, pero parla català, internacionalidad e integración, pero defensa de parcelas y fronteras; cosmopolitismo y apertura, pero exudando payés.

Viniendo de Venezuela, un país donde –al menos antes– todo el mundo sabía que era ‘café con leche’: una mezcla infinita de razas, culturas y costumbres; y habiendo crecido en una ciudad donde la mayoría de mis amigos tenían un padre o un abuelo español, italiano o portugués, muchos de estos mensajes no dejan de causarme cierta gracia, cuando no franca inquietud.

No me llama la atención que el dueño del bar de mi barrio me hable con un catalán cada vez más cerrado, ante mis balbuceos de aprendiz. El viejo me parece al menos auténtico, y su exigencia, legítima. Me inquietan más otros mensajes aparentemente inofensivos o que, incluso, condescendientes, pretenden ayudar sin notar su arrogancia.

Tal es el caso del director de un programa de música para la integración, quien en una entrevista subrayaba había que escoger bien la programación, ya que no se podía meter a unos inmigrantes árabes recién llegados a un concierto académico, porque no estarían familiarizados con la ‘complejidad’ de la música europea.

O el de una profesora de Teoría Postcolonial, ésa que pretende ‘revindicar’ la literatura de países que fueron colonia, quién lanzó un insólito: “porque aquí todos somos blancos”, para explicar el enfoque europeo que había prevalecido, ante el cruce de miradas de todos los latinoamericanos -en toda nuestra gama de ‘cafés con leche’-, sin nombrar a un par de chinos.


Fue en este contexto que vi Gran Torino (2008), la última entrega de Clint Eastwood, y me encuentro a este viejo racista y gruñón, soltando perlas como: “¿cuántas ratas cabrán en esa sala?”, ante la llegada de más y más invitados a la casa de uno de sus vecinos asiáticos.

Autoerigido en una especie de última resistencia blanca, en un barrio ‘invadido’ por ‘minorías raciales’, y disputado entre pandillas asiáticas y latinas, Walt Kowalski no podía ser menos políticamente correcto… ni tampoco más efectivo al poner en evidencia la flacidez e ingenuidad de muchos de esos mensajes.

Del honor al desconcierto

Alguien me dijo que vio Gran Torino como un western urbano. Muchas críticas leen en el protagonista una especie de recuento de los grandes duros eastwoodianos como el William “Bill” Munny de Unforgiven (1992), el Harry Callahan de la serie Dirty Harry (1971), o el Thomas Highway de Heartbreak Ridge (1986).

Y sí, hay algo de eso. Está la violencia, la venganza, la justicia, la hostilidad hacia el extraño, además de todo el magnetismo de un protagonista mordaz, receloso y brutal, que sólo quiere permanecer como outsider, sin implicarse y sin que lo molesten.









Pero el giro está en agarrar a uno de esos duros y lanzarlo al desconcierto, al lugar donde sus códigos implacables de antaño parecen ya no tener sentido, donde ya no se puede –o no procede- saber quién es el bueno, el malo y el feo.

Es curioso que muchos críticos españoles hayan visto la película como un diagnóstico de una realidad netamente estadounidense: “el maestro radiografía desde una miniatura aparentemente menor, la columna vertebral de la América descuartizada del siglo XXI”, dice Roberto Piorno, en la Guía del Ocio.

Para él se trata, pues, de “la muerte del americanismo terco”, de “la transformación del paisaje humano de un país a costa de la demolición de las raíces, del olvido de una cierta manera de entender América”. Pero para mí se trata de algo bastante más amplio y cercano.

Walt no es sólo un veterano de la guerra de Corea, racista y huraño, es también alguien que vio desvanecer su trabajo ante la evolución de la industria, la reducción de costos y la tercerización; alguien a quien su familia, aunque cumpla con llamadas y visitas políticamente correctas, en realidad ignora; alguien acorralado por un interculturalismo y por las contradicciones de un mundo que ya no acierta a comprender.

Walt Kowalski es, en resumen, un ser obsoleto; alguien desplazado de su época, que empieza a tomar conciencia de su obsolescencia, como antes lo hizo el entrenador de Million Dollar Baby (2004), como quizá le suceda al viejo del bar de mi barrio, y como cada día nos pasa a todos de algún modo.

Por eso gruñe. Y es justamente en ese gruñido y en esas mentadas de madre que otros podemos identificarnos, si bien no con su racismo inicial, sí con su consternación, su rabia e impotencia, su miedo a ser parte de esa historia o, más bien, a quedar apartada de ella.

La comodidad de no pensar

Si fuera políticamente correcto, Walt no podría decirle asqueroso italiano al barbero, ni acusarlo de ser medio judío por sus precios; tampoco llamar ‘rollito primavera’ al joven Thao, ni suponer que su familia come perros.

Pero la simpleza de lo políticamente correcto también le daría patente de corso para desentenderse de todo, para llamar a la policía en caso de disturbios y pasar de sus vecinos, así como de cualquier extraño, mientras no crucen su jardín.

Lo políticamente correcto es, de hecho, lo que le permitió a sus hijos pretender mudarlo a un asilo, dizque para facilitarle (se) las cosas, en un giro que no deja de sonarme a ‘programa de integración’ a la ancianidad.

Walt, en cambio, más allá de sus palabrotas y prejuicios, es capaz de ver lo que hay en el otro. A pesar de su propia voluntad de permanecer al margen, no puede dejar de reflexionar y, por ello, de reaccionar.

Puede ver que Trey, el joven blanco amigo de Sue, es un payaso al tratar de pasar ‘cool’ ante los pandilleros. Puede identificar la valentía de Thao al tratar de no involucrarse con la pandilla de su primo, e intentar encontrarse a sí mismo, incluso en tareas supuestamente femeninas.

Y puede, sin duda, ver la integridad e inteligencia de Sue, la única capaz de seguirlo en sus pesados juegos de palabras.

“¿Quién es el bueno y quién es el malo?”, le preguntó a un amigo, su hijo de cinco años, cuando veían 3:10 to Yuma (2007). Y sí, a los niños muy pequeños no queda más remedio que decirles ‘esto es bueno, esto es malo’.

Pero a veces me da la sensación de que lo políticamente correcto se queda allí. O, peor, al no poder decir esto es bueno o es malo, entonces su alternativa es la abstinencia, la tolerancia distante o, en el mejor de los casos, la condescendencia, el disfrute de lo exótico sin dejarse permear, el ver -o no ver- sin conocer, ni comprender.

Lo políticamente correcto es la versión cómoda de ciudadanía: hacer nuestro trabajo, cumplir las leyes; la versión fast food de nuestra conformación como individuos.

Lo realmente retador, lo que nos hace adultos y ciudadanos es comprender los matices, desarrollar –y ejercer- una capacidad de reflexión y discernimiento que nos permita enfrentarnos, sin atrincherarnos temerosos, ni proyectar culpas, a nuevas experiencias, incluso a aquellas frente a las que la moral colectiva todavía no tiene respuestas asentadas.

Una de las frases que más recuerdo de The Last King of Scotland (2006) es cuando el médico Nicholas Garrigan, finalmente escandalizado ante las barbaridades de Idi Amin, le dice: “You're a child. That's what makes you so fucking scary”. El detalle es que no sólo Amin estaba siendo un niño.

Es ya vieja –pero lamentablemente poco asimilada- esa idea de Hannah Arendt de la banalidad del mal, de que cualquiera podría ser capaz de atrocidades como las de Auschwitz. No hace falta un monstruo, sino una persona ‘normal’ metida irreflexivamente dentro de un sistema, una tuerca más que cumple con su trabajo.

Sin criterios, sin matices, sin reflexión ni capacidad de discernir, no sólo podemos quedar a merced de personajes aterradores, podemos ser uno de ellos. El problema, el pecado, no está en decirle a alguien ‘rollito primavera’, el problema es no pensar. That’s what makes us so fucking scary.

lunes, 6 de abril de 2009

Cuchillo: Hipnótico folk al filo de las clasificaciones
+ Espaldamaceta (bonus track)


Los directos de Cuchillo siempre sorprenden. Es difícil creer que lo envolvente de su sonido proviene de sólo dos músicos que experimentan con capas de guitarra, voz y batería.

Con ellos culmino esta serie de Música contundente para llevar, con recomendaciones de sonidos actuales en España, la cual inicié con el post Vetusta Morla: Fuerza rockera, sentido lírico.

Oriundos de San Sebastián y Vigo, Israel Marco (Guitarra y voz) y Daniel Domínguez (batería) se vinieron a conocer en el emblemático Café Zurich de Barcelona para dar origen a Cuchillo.

Comenzaron conquistando la escena catalana por sus minimalistas toques en directo, pero después de cuatro años de rodaje sacaron un primer disco de inspiración retro y título homónimo, que terminó de convencer a medios y crítica local.

El álbum logró los títulos de 1er. Mejor Debut y 2do Mejor Disco Nacional de 2008, según Muzikalia; Mejor Disco Nacional para Go Mag; 4to Mejor Disco en el ranking de Scanner FM, y el 8vo. mejor según la revista Rockdelux.

Pero todos, a la hora de definirlo, no han tenido más remedio que acudir a una retahíla de referencias que van de la psicodelia británica y de la Costa Oeste de Estados Unidos, al krautrock alemán, el post-rock y el folk.

Lo cierto es que, enlazando loops de guitarra, armonías de voz, baterías con distintas texturas y mucha percusión, el dúo logra un sonido bastante alejado de lo que normalmente se escucha –y machaca- en las emisoras locales.

Pocos dirían se trata de un grupo español, más tomando en cuenta que la mayoría de sus letras son en inglés, al menos en esta primera entrega de obvio anclaje en la psicodelia y la música de los 60 y 70, los sonidos que obsesionan a Israel, el compositor del grupo.

Aunque el disco tiene sus altos y bajos, me llama la atención la atmósfera hipnótica, el uso orgánico de la electrónica con pinceladas de folk, y especialmente el mimo a la canción, a través de una melodía que se construye en diálogo entre voz y guitarra, más un rico entramado armónico.

Técnicamente me lucen solventes y como propuesta bastante interesantes. Sin embargo, creo que les toca trabajar más en lograr una personalidad y un aporte todavía más distintivos.



Habrá que ver cómo evolucionan en su próxima entrega, donde, según me comentó Israel, incluirán temas en francés y seguirán al filo de las clasificaciones.

Bonus track: Espaldamaceta


No conozco demasiado a Espaldamaceta, a pesar de que es de aquí cerca: Tarragona. No tengo –todavía- su primer disco Madera y poca luz (2008), pero me topé con él en una recopilación de la revista RockDeLux titulada “Canciones Nacionales”, colección Momentos 2008, y el tema “Y no voy a darte más” me dejó impactada.

No esperaba que los arpegios y el fraseo dulce de cantautor –a veces casi de canción de cuna– diera paso a una frase como “me voy a casa cabrea’o, me caes mal de verdad, pero sé que volveré”.



Y ni hablar de lo que me encontré en un vuelo rasante por YouTube: “Ahora que la mierda ya me llega hasta los ojos”. Del título en adelante: brutal. Por momentos el hombre me pareció tanguero o milonguero. Miren, pues, como en la miseria nos damos todos la mano.



(Ésta es la segunda entrega de la serie Música contundente para llevar, con recomendaciones de sonidos actuales en España. Como primera recomendación hablé de Vetusta Morla: fuerza rockera, sentido lírico)

miércoles, 1 de abril de 2009

Vetusta Morla: Fuerza rockera, sentido lírico


Desde que los escuché por primera vez, dentro de la llamada escena independiente española, la agrupación madrileña Vetusta Morla me sorprendió.

Aunque supuestamente eran ‘nuevos’, me sonaron como un bandón, como un grupo con historia y músicos curtidos que de tanto tocar juntos ya se saben las mañas y permiten que la energía fluya más naturalmente.

Fue muy curioso verlos aparecer de repente, a principios de este año, en la programación de Los 40 Principales, quizá seguidos por Estopa u otro grupo comercialón que no recuerdo.

Lo hicieron con un curioso y muy premiado video en plano secuencia de la versión acústica del tema “Un día en el mundo” –rebautizado para la ocasión como “Otro día en el mundo”-, filmado, por cierto, por el venezolano Álvaro León y el grupo Keloide.



A partir de su triunfo el pasado febrero en los XIII Premios de la Música – ganaron como Autor Revelación, Artista Revelación y Mejor Álbum Pop Alternativo- vino la gran explosión mediática, el inicio de su gira por España y el anuncio de una edición en vinilo de su primer disco. Pero su historia no tiene nada que ver con esos ascensos vertiginosos ni –creo- fugaces.

Ciertamente sacaron su álbum debut Un día en el mundo en 2008, pero tal como yo pude intuir por su sonido, su historia empieza hace más de una década, en la localidad madrileña de Tres Cantos.

Los integrantes iniciales se conocieron en el instituto. Dicen que han compartido aulas, bares y canchas de fútbol, además de salas de ensayo. Y llevan más de 10 años fogueándose en el escenario -para muchos su mejor perfil-, así como creándose una personalidad. Y vaya que se nota.

El hoy sexteto conformado por Pucho (voz), David "el Indio" (batería y coros), Álvaro B. Baglietto (bajo), Jorge González (percusiones y programaciones), Guillermo Galván (guitarras y coros) y Juan Manuel Latorre (guitarras y teclados), suena sólido, afiatado como banda de larga data –de hecho componen entre todos-, pero con frescura y twist particular.

Lo más divertido es que ninguna disquera los firmó. Acusados de “muy arriesgados” para las más comerciales, y “demasiado mainstream” para las indies, tuvieron que conformar su propio sello, Pequeño Salto Mortal, para sacar esta placa inicial, que no tardó en hacerse de premios.

Y quizá nunca mejor elegida la imagen de portada: un niño que salta entre dos bancos en un muelle junto al mar. Tienen fortaleza rockera, como lo muestran sus riffs de guitarra y contundencia percusiva. Pero también sentido lírico, una capacidad para contar historias, con cierta sofisticación y profundidad.

Diría que a veces, si uno se descuida, puede quedarse pegado con la melodía y dejar desapercibido lo brutal de las letras. Creo que algo de eso pasa con la versión acústica de “Un día en el mundo”, y por eso, más allá de lo curioso y divertido del otro video, prefiero la fuerza del original:



Siempre me ha llamado la atención que muchos cantantes españoles de rock nieguen de antemano a quienes –para bien o para mal, y más allá de los usos que se han hecho de ellos- son los grandes vocalistas de su historia, como Camilo Sesto o Rafael –hasta Bono sabe que Sinatra siempre será “La voz”.

De allí quizá que muchos de los roqueros españoles prefieran esa vocalización un tanto gutural y lo más alejada posible a la de aquellos 'maestros vocales'. El problema es que, en el mejor de los casos, pueden sonar a Sabina -casi nunca a Tom Waits-, y la mayoría de las veces sólo recuerdan berridos con café, alcohol y cigarro, sin nadita de lo sexy del desgarro emocional.

Pucho, en cambio, me sorprendió por lo potente y particular de su fraseo. Le salió bien la estrategia. Su voz tiene algo de carrasposa, pero con amplia tesitura y mucha fuerza. Logra llegar a tonos altos y brillantes, pero conservando lo rugoso.

Como banda, me impresiona especialmente su contundencia en vivo: riffs de guitarras potentes y certeros, un pulso irrefrenable y contagioso entre batería, bajo y percusión, todo hilvanado por el fraseo peculiar de Pucho, como puede verse muy bien en temas como “La Cuadratura del Círculo”.



(Ésta es la primera entrega de una serie sobre recomendaciones de música actual en España, titulado Música contundente para llevar)

Música contundente para llevar: Vetusta Morla y Cuchillo

















‘Descubrimientos’ –queriendo decir ‘recomendaciones’- era lo que solían pedirme mis colegas de Venezuela, cuando regresaba de un viajecito por Nueva York, Buenos Aires, Londres, San Francisco o Madrid.

Ahora que vivo en Barcelona y hace tiempo no piso Caracas, no he podido satisfacer su curiosidad e interés, al menos no en vivo y tampoco dejándolos escudriñar entre mis nuevas adquisiciones: discos, revistas y libros.

Me temo que los ‘descubrimientos’ se me han ido acumulando. Así que ahora, aunque sé que nunca será como aquellas sesiones apurando un vino e intercambiando cuentos, les dejo un par de referencias antes de que se me añejen demasiado: en un primer post la agrupación Vetusta Morla y, en una segunda entrega, el dúo Cuchillo.

La primera es de Madrid y el otro está radicado en Barcelona. Ambos sacaron sendos discos debut el año pasado, saltando a las listas entre lo mejor y más fresco de la Península. No obstante, llevaban años macerándose en el escenario, quizá donde mejor se puede apreciar su fortaleza.

Aquí están los post: