
Residir en Barcelona, una ciudad que se debate entre ser España, pero antes Catalunya y luego parte de la Comunidad Europea, mientras aprende a encajar la mayor inmigración de su historia, significa vivir en un entrecruce de mensajes ‘políticamente correctos’: interculturalidad y tolerancia, pero parla català, internacionalidad e integración, pero defensa de parcelas y fronteras; cosmopolitismo y apertura, pero exudando payés.
Viniendo de Venezuela, un país donde –al menos antes– todo el mundo sabía que era ‘café con leche’: una mezcla infinita de razas, culturas y costumbres; y habiendo crecido en una ciudad donde la mayoría de mis amigos tenían un padre o un abuelo español, italiano o portugués, muchos de estos mensajes no dejan de causarme cierta gracia, cuando no franca inquietud.
No me llama la atención que el dueño del bar de mi barrio me hable con un catalán cada vez más cerrado, ante mis balbuceos de aprendiz. El viejo me parece al menos auténtico, y su exigencia, legítima. Me inquietan más otros mensajes aparentemente inofensivos o que, incluso, condescendientes, pretenden ayudar sin notar su arrogancia.
Tal es el caso del director de un programa de música para la integración, quien en una entrevista subrayaba había que escoger bien la programación, ya que no se podía meter a unos inmigrantes árabes recién llegados a un concierto académico, porque no estarían familiarizados con la ‘complejidad’ de la música europea.
O el de una profesora de Teoría Postcolonial, ésa que pretende ‘revindicar’ la literatura de países que fueron colonia, quién lanzó un insólito: “porque aquí todos somos blancos”, para explicar el enfoque europeo que había prevalecido, ante el cruce de miradas de todos los latinoamericanos -en toda nuestra gama de ‘cafés con leche’-, sin nombrar a un par de chinos.

Fue en este contexto que vi Gran Torino (2008), la última entrega de Clint Eastwood, y me encuentro a este viejo racista y gruñón, soltando perlas como: “¿cuántas ratas cabrán en esa sala?”, ante la llegada de más y más invitados a la casa de uno de sus vecinos asiáticos.
Autoerigido en una especie de última resistencia blanca, en un barrio ‘invadido’ por ‘minorías raciales’, y disputado entre pandillas asiáticas y latinas, Walt Kowalski no podía ser menos políticamente correcto… ni tampoco más efectivo al poner en evidencia la flacidez e ingenuidad de muchos de esos mensajes.
Del honor al desconcierto
Alguien me dijo que vio Gran Torino como un western urbano. Muchas críticas leen en el protagonista una especie de recuento de los grandes duros eastwoodianos como el William “Bill” Munny de Unforgiven (1992), el Harry Callahan de la serie Dirty Harry (1971), o el Thomas Highway de Heartbreak Ridge (1986).
Y sí, hay algo de eso. Está la violencia, la venganza, la justicia, la hostilidad hacia el extraño, además de todo el magnetismo de un protagonista mordaz, receloso y brutal, que sólo quiere permanecer como outsider, sin implicarse y sin que lo molesten.


Pero el giro está en agarrar a uno de esos duros y lanzarlo al desconcierto, al lugar donde sus códigos implacables de antaño parecen ya no tener sentido, donde ya no se puede –o no procede- saber quién es el bueno, el malo y el feo.
Es curioso que muchos críticos españoles hayan visto la película como un diagnóstico de una realidad netamente estadounidense: “el maestro radiografía desde una miniatura aparentemente menor, la columna vertebral de la América descuartizada del siglo XXI”, dice Roberto Piorno, en la Guía del Ocio.
Para él se trata, pues, de “la muerte del americanismo terco”, de “la transformación del paisaje humano de un país a costa de la demolición de las raíces, del olvido de una cierta manera de entender América”. Pero para mí se trata de algo bastante más amplio y cercano.
Walt no es sólo un veterano de la guerra de Corea, racista y huraño, es también alguien que vio desvanecer su trabajo ante la evolución de la industria, la reducción de costos y la tercerización; alguien a quien su familia, aunque cumpla con llamadas y visitas políticamente correctas, en realidad ignora; alguien acorralado por un interculturalismo y por las contradicciones de un mundo que ya no acierta a comprender.

Por eso gruñe. Y es justamente en ese gruñido y en esas mentadas de madre que otros podemos identificarnos, si bien no con su racismo inicial, sí con su consternación, su rabia e impotencia, su miedo a ser parte de esa historia o, más bien, a quedar apartada de ella.
La comodidad de no pensar
Si fuera políticamente correcto, Walt no podría decirle asqueroso italiano al barbero, ni acusarlo de ser medio judío por sus precios; tampoco llamar ‘rollito primavera’ al joven Thao, ni suponer que su familia come perros.

Lo políticamente correcto es, de hecho, lo que le permitió a sus hijos pretender mudarlo a un asilo, dizque para facilitarle (se) las cosas, en un giro que no deja de sonarme a ‘programa de integración’ a la ancianidad.
Walt, en cambio, más allá de sus palabrotas y prejuicios, es capaz de ver lo que hay en el otro. A pesar de su propia voluntad de permanecer al margen, no puede dejar de reflexionar y, por ello, de reaccionar.
Puede ver que Trey, el joven blanco amigo de Sue, es un payaso al tratar de pasar ‘cool’ ante los pandilleros. Puede identificar la valentía de Thao al tratar de no involucrarse con la pandilla de su primo, e intentar encontrarse a sí mismo, incluso en tareas supuestamente femeninas.

“¿Quién es el bueno y quién es el malo?”, le preguntó a un amigo, su hijo de cinco años, cuando veían 3:10 to Yuma (2007). Y sí, a los niños muy pequeños no queda más remedio que decirles ‘esto es bueno, esto es malo’.
Pero a veces me da la sensación de que lo políticamente correcto se queda allí. O, peor, al no poder decir esto es bueno o es malo, entonces su alternativa es la abstinencia, la tolerancia distante o, en el mejor de los casos, la condescendencia, el disfrute de lo exótico sin dejarse permear, el ver -o no ver- sin conocer, ni comprender.
Lo políticamente correcto es la versión cómoda de ciudadanía: hacer nuestro trabajo, cumplir las leyes; la versión fast food de nuestra conformación como individuos.
Lo realmente retador, lo que nos hace adultos y ciudadanos es comprender los matices, desarrollar –y ejercer- una capacidad de reflexión y discernimiento que nos permita enfrentarnos, sin atrincherarnos temerosos, ni proyectar culpas, a nuevas experiencias, incluso a aquellas frente a las que la moral colectiva todavía no tiene respuestas asentadas.

Es ya vieja –pero lamentablemente poco asimilada- esa idea de Hannah Arendt de la banalidad del mal, de que cualquiera podría ser capaz de atrocidades como las de Auschwitz. No hace falta un monstruo, sino una persona ‘normal’ metida irreflexivamente dentro de un sistema, una tuerca más que cumple con su trabajo.
Sin criterios, sin matices, sin reflexión ni capacidad de discernir, no sólo podemos quedar a merced de personajes aterradores, podemos ser uno de ellos. El problema, el pecado, no está en decirle a alguien ‘rollito primavera’, el problema es no pensar. That’s what makes us so fucking scary.