lunes, 12 de septiembre de 2011

Con mano izquierda: corazones solitarios y cazadores adormecidos
(A propósito de la novela de McCullers, Chile y Felipe Camiroaga)


La referencia a la mano izquierda originalmente no era porque pensara tratar un tema particularmente delicado, sino porque como la tendinitis me había mantenido alejada de este blog, tuve que recurrir literalmente a la mano izquierda para dar alguna fe de vida. Con la “siniestra” pensaba, pues, colocar unas líneas mínimas con un par de cosas que hubieran llamado mi atención en estos días.

Pero al sentarme aquí mis pensamientos han terminado recayendo, una y otra vez, con diferentes excusas, en una misma cosa: The heart is a lonely hunter, de Carson McCullers. Y la razón por la que vuelvo y relaciono tantas cosas con este libro, puede que sí amerite cierta “mano izquierda”.

Hasta este verano no había leído esta primera novela de Carson McCullers. Y qué novela. A pesar de lo insólitamente ridícula de la traducción de Seix Barral –en los diálogos se traduce “ok”, como “conforme” (es que hasta la computadora Hal suena más humana; tocará releerla en original), el libro no sólo me capturó, sino que se ha quedado ahí dándome vueltas, con ecos y resonancias.

No pretendo hacer aquí un gran análisis de la obra –mi mano solitaria, no me lo permitiría. La traigo a colación precisamente por los ecos, porque ahora, cuando todavía veo algunas notas “llorando” a Amy Winehouse –cada vez más pocas y pronto desaparecerán, hasta algún aniversario- y recuerdo cómo se hablaba de Kurt Cobain como el representante de una generación desencantada, me quedo pensando en cuántos han sido nuestros respectivos Mister Singer, ese sordomudo elegante del cual nadie sabía realmente nada, pero alrededor del cual todos comenzaron a girar.

Cuando Chile se pone de duelo, no por todos los fallecidos en el accidente de avión en el archipiélago Juan Fernández, sino especialmente por la muerte del animador de las mañanas Felipe Camiroaga -la gran “compañía de los sencillos”, dicen, de quienes tienen poco o nada y se sentían reconfortados por sus humoradas-, me pregunto hasta qué punto nos conmovemos –y nos dejamos llevar- por proyecciones.

Y no quiero referirme aquí a la calidad de artistas y personas que eran realmente Winehouse o Camiroaga –este último falleció ayudando en la reconstrucción de las zonas afectadas por el terremoto de 2010. Ni siquiera quiero referirme a la pena que puede producir la pérdida de alguien cercano –o no-, sino a cómo asumimos en nuestras vidas ciertas figuras públicas y mediatizadas.

A Mister Singer nadie lo conocía. En contraste con la imagen un tanto grotesca de las primeras páginas -la del dúo que formaba con su amigo Antonapuolos-, a lo largo de la novela va adquiriendo cada vez mayor brillo. Y va ganando nobleza, por lo que dice e imagina la gente. Precisamente porque no habla, se convierte en el modelo perfecto para vestir los trajes que cada quien le quiera poner: de amigo, de padre, de justiciero, de confidente.

Por su aspecto sobrio y su mirada atenta y amable, unos lo toman por judío, otros por protestante, unos por sabio, otros por santo… cada quien según sus necesidades o deseos. Pero en el pueblo nunca se enteran de lo que realmente le importa. Y lo que le interesa a Singer nada tiene que ver con los sueños y expectativas más o menos nobles, que cada uno de los personajes le fue endilgando: la justicia, la igualdad o la sensibilidad artística.

A Mister Singer sólo le importa su amigo recluido en un sanatorio, Antonapuolos, quien, como para remarcar todavía más la soledad humana, tampoco lo conoce realmente. Pocas veces o nunca da señales de comprender todo lo que Singer le cuenta, ni muestra real empatía; sólo funciona como una especie de receptáculo más o menos pasivo de sus regalos y cariño.

Todos creen que lo aman, pero nadie sabe quién es. Le hablan pensando que existe una “comunicación secreta entre ambos”. Cada uno le habla “más de lo que había hablado con nadie en su vida”. Comparten con él porque tienen “la sensación de que el mudo nunca dejaba de comprender lo que querían comunicarle. Y tal vez más aún”, “como si el hombre fuera una especie de eminente maestro; sólo que, como era mudo, no podía enseñar.”

Y yo leo la novela y veo las noticias y vuelvo a preguntarme cuántos han sido y serán los “personajes” que, sin haberlos tocado realmente o precisamente por no poder llegar a ellos, encarnan todas nuestras expectativas del amigo, del hijo, del hermano cercano que en realidad no tenemos.

O, peor aún, del que sí tenemos, pero que no tratamos mucho, mientras criamos gatos o perros y lloramos a Camiroaga y antes a Cobain, porque la convivencia es difícil, porque “ese no pareciera hermano mío”, porque “la vieja está muy pesada”, porque con seres que sí hablan y que no están tras el cristal de la televisión es mucho más difícil ponerse de acuerdo.

Amy Winehouse, como Michael Jackson o Felipe Camiroaga pueden funcionar como nuestros Singer de carne y hueso -y eso si es que sus imágenes en los medios puede considerarse más reales que las descripciones en una novela. Sólo que en lugar del silencio, lo que da pie a que cada quien cree su propia historia, quizá sea el escándalo, la exposición masiva, el parloteo de cada mañana y, lo más grave, las proyecciones mercadotécnicas de productores, medios, publicistas y asesores de imagen.

Precisamente porque “no hablan”, más allá de sus imágenes mediatizadas y construidas; porque no podemos llegar a ellos para tratar de entender quiénes son y cuál es su verdadera tragedia –si ya es difícil llegar a quien tenemos al lado, cómo podríamos alcanzar a una “estrella"-, entonces vemos en esa pantalla lo que queremos ver, nos proyectarnos en ellos y les inventamos virtudes e historias.

Se entiende. Es humano. Pero aunque tales proyecciones pueden acercarse más o menos a la realidad –creo, por ejemplo, que Camiroaga era buena persona- no deja de ser patético que tengamos que recurrir a ellas, para sentirnos menos solos y pretender que nuestros sueños y miserias cotidianas tienen algún sentido.

Al final de la novela, todos lamentan la muerte de Mister Singer, pero se produce una especie de desencantamiento. Más allá del misterio de su suicidio, todos se afligen, más que por él, por sí mismos, porque ya no tienen ese pedazo virtuoso de ellos mismos, encarnado en ese caballero elegante. Caen en cuenta entonces de cuán sólo están y de qué es lo que han estado perdiendo o aplazando, obnubilados por sus propias proyecciones y fantasías.

Se trata de un desencantamiento desolador, sin duda. Pero lo terrible es que en la vida real a veces ni siquiera tenemos ese momento de desencantamiento; no llegamos a ver cómo se quiebra el espejo mágico, ni tomamos conciencia de la alienación. Por el contrario, lo peligroso es que nos dejémonos impresionar, no por nuestros ‘héroes’, sino por quienes se aprovechan de esas figuras y sus muertes, y perdemos de vista a quien realmente tenemos al lado, o nos distraemos de nuestras propias luchas. Quedamos así, no sólo solitarios, sino también adormecidos, esperando al nuevo Mister Singer que nos quieran presentar.

Conocemos el viejo truco, la cortina de humo que pueden significar las declaraciones de guerra, o los llamamientos masivos de solidaridad ante desgracias. Pero seguimos cayendo, sin reparar demasiado en qué dejamos de lado o quién saca provecho.

Mientras lloramos las historias de héroes y buenas personas que en realidad no conocemos, en Chile, por ejemplo, en estos días se llegó a criticar que continuaran las movilizaciones estudiantiles, en medio del luto por la tragedia en la isla de Juan Fernández y la muerte de Camiroaga -de hecho se suspendieron actividades-, aunque ahí, en esas protestas y con el inminente peligro de perder fuerza con la pausa, se estuvieran jugando las reivindicaciones sociales de mayor profundidad desde la caída de la dictadura.