Mientras a García Márquez lo agasajaban hasta con una lluvia de mariposas amarillas, en la inauguración del IV Congreso Internacional de la Lengua Española; en un cumpleaños en Caracas un par de amigos confesó nunca haber leído Cien años de soledad (1967).Treintón, el primero; veinteañero, el segundo, ambos nacieron en Venezuela. Y aunque han vivido fuera del país, siempre han estado en Latinoamérica. Así que aquella confesión desfachatada inicialmente me sorprendió. Pero luego recordé.
Es verdad que es una lectura obligatoria en lo que yo viví como bachillerato -ahora no sé cómo se llamará. La cosa es que, aunque para ese momento no existían sitios como Resumido o el Rincón del Vago, ya circulaban guías analíticas en papel de obras clásicas, a las que siempre apelaban los no-lectores del salón.
Si mal no recuerdo la de Cien años de Soledad era un librito amarillo de unas 25 páginas. Y yo, lectora asidua desde muy pequeña, cuando la vi en manos de mis compañeros sentí como tristeza.
Tristeza porque perdían la oportunidad de leer, no una excelentísima obra escrita en castellano o a un Premio Nobel –como 'facilitadora' en cursos de promoción a la lectura sabía que ése no era un argumento-, sino un libro que, además de todo, era divertido.
Cien años de Soledad era mucho más fresco, cercano y entretenido que la mayoría de los textos que nos mandaban a leer en clase, tan lejanos a nuestra realidad y ritmo cotidiano: la empalagosa María (1867) de George Isaac, las lentas descripciones del paisaje de Rómulo Gallegos...Se salvaba El Túnel (1948) de Ernesto Sábato, aunque sé que a algunos les aburrieron las connotaciones psicológicas.
No soy folclorista. No voy a decir que me gustaron los versos sobre unas dichosas moscas rojas, atribuidos a no sé cuál tribu venezolana, que me hicieron leer en V año de Humanidades.
Pero aquí se trataba de un autor con vida, de alguien próximo que, aparte de darle un giro a la literatura en castellano e impulsar como nunca su difusión, podía decirnos mucho de lo que somos. No leerlo me parecía un desperdicio.
Identidad por originalidad
No me gustan los reduccionismos. Siempre he luchado porque no se diga que Latinoamérica es Macondo, y que lo único que se espere de nosotros en la literatura o el cine sean historias mágico-folclóricas.Pero sin duda el realismo mágico forma parte de nuestra cultura, como forma parte de los cuentos de nuestras abuelas.
Y me resulta un poco triste y hasta patético que mi generación y otras más jóvenes conozcan el realismo mágico más por la versión edulcorada y hollywoodense de La Casa de los Espíritus o Como agua para chocolate, que en la forma original y contundente de García Márquez.
No deja de tener cierta ironía que a estos amigos les guste la fantasía en sus diversas formas. Ven y consumen relatos fantásticos, aunque desconozcan a los Buendía. Igual les pasará, supongo, a muchísimos otros latinoamericanos, a pesar de que Cien años… sea quizá la novela latinoamericana más conocida en el mundo.
Yo misma, con un padre argentino, tuve inicialmente una aproximación a la literatura fantástica desde un enfoque mucho más europeo: Edgar Allan Poe y Jorge Luis Borges, un argentino a quien le gustaba pensarse como europeo en el exilio.
Pero fue divertidísimo descubrir luego que aquellos cuentos que escuchaba de niña, en Maturín, cuando se iba la luz en la hacienda de mi abuelo materno, también podían volverse literatura.
Darme cuenta de que esas historias contadas por los campesinos a la luz de una vela, eran tan válidas para escribir como las de mi biblioteca en Caracas y todas las de mi pretensiosa “educación ilustrada”, fue realmente mágico.
Fue la forma de enterarme de que todas las aristas de mi historia –incluyendo la imaginería más banal o cotidiana– alimentarían cualquier obra que pretendiera hacer original y propia; la impactarían aunque fuera por negación.
No quiero ser reaccionaria. No pretendo que se imponga una Ley Resorte en nuestras lecturas. Todo lo contrario. Somos mixtos, complejos y creo que nuestra identidad está mucho más en la fusión, el mestizaje y la evolución, que en los purismos.
Y para eso hay que leer de todo. Descubrirse en historias de cualquier lado, cualquier momento, cualquier autor; sin prejuicios, con entrega. Qué rico poder hacerlo recorriendo Cien años de soledad. Y tenemos un millón de nuevos ejemplares para hacerlo.













