jueves, 13 de mayo de 2010

De Rodney Graham, Isabel Muñoz y museografías que menoscaban o potencian

Con la excusa de la visita de una amiga a Barcelona, este fin de semana anduvimos de museos. Nos interesó primero la retrospectiva del canadiense Rodney Graham, “A través del Bosque”, que en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona está pronta a clausurar.

La muestra prometía un examen de la evolución del artista, inspirado inicialmente en modelos literarios, para luego desembocar en la fascinación por los relámpagos de luz, la recreación de imágenes –deformación de objetos o paisajes- a través de la instantánea y el cine, de la fragmentación que deconstruye, vacía o resignifica.

Todo lucía, pues, bastante postmoderno. Y debo admitir que eso me asustaba un poco, dadas las altas probabilidades de encontrarme una vez más –cual hilo negro o agua tibia-, con los mismos conceptos o incluso con “versiones” del mismo tipo de obras que las vanguardias revelaron –y generalmente trabajaron mejor- hace casi una centuria.

Sin embargo, el inicio nos atrajo con sus jugueteos con la literatura; su exploración de cómo la encuadernación o las cubiertas hacen al libro como objeto, más allá del contenido; sus experimentos introduciendo páginas en blanco, inventándole un capítulo a un libro de Freud, o creándole una estantería para sus obras completas.

Particularmente divertida y reveladora nos resultó “La máquina para leer”, donde Graham ejemplifica por primera vez lo que podría considerarse su mayor legado: la idea de bucle o loop.

Inspirado por la traducción de una obra del escritor Georg Büchner, donde, por la paginación del texto, la frase “Through the forest” coincide dos veces en el mismo lugar, en el paso de una página a otra; la máquina efectivamente permite experimentar el concepto, rotando una y otra vez entre las primeras cinco páginas.

No obstante, desde el principio la exposición nos tenía incómodos. No sé si la idea era que viviéramos en carne propia la imposibilidad del conocimiento, en este caso de la obra de Graham; supongo que no.

El hecho es que, más allá de la máquina para leer, todas esas cubiertas y esos libros-objeto eran inaccesibles. Estaban allí, en un estante, estáticos tras un vidrio, obligándonos a enterarnos de sus características –y su gracia- leyendo concienzudamente las parrafadas en los papeles disponibles al costado.

Entiendo que prevalezca un criterio de conservación, pero a estas alturas del arte y de las técnicas museográficas –a estas alturas de la “reproductibilidad técnica”, cabría decir- resulta un poco ridículo que se presente todo tan solemne e intocable como reliquia religiosa; más si se trata de artistas contemporáneos interesados en estos temas.

Salas después nos encontramos con la obra que, a mi juicio, expresa mejor esa idea de bucle: la exploración plástica y sonora del Parsifal, donde se toma el fragmento añadido con posterioridad en una de las presentaciones de la ópera –con el fin de dar tiempo a que el escenario corriera, mientras el protagonista cruzaba el bosque-, repitiéndolo incansablemente en un loop.

La obra era reveladora. Sin embargo, aunque el fragmento se repetía de fondo y tras un vidrio se mostraba la partitura y los cálculos matemáticos para generar el loop, por la forma como se presentaba, la propuesta ameritaba una disposición demasiado “intelectual”, además de conocimientos de música y matemáticas, para poder captarla.

Es obvio que el arte, especialmente después de las vanguardias, implica también un ejercicio intelectual, además de una experiencia estética. Sin embargo,  cuando hablamos de plástica, una obra que necesite ser explicada me resulta fútil; un chiste revertido en morisqueta ante tanta aclaración.

Para comprender conceptos y estudiar todas sus aristas, prefiero leer cómodamente un buen ensayo en el sillón de casa, que tratar de capturar letras en la pared de un museo. Si se trata de plástica –o de música- el concepto –el sentimiento o la sensación- tiene que verse, sentirse y si es posible tocarse.

No puedo negar que la exhibición nos fue sugerente. Allí mismo, mientras nos movíamos un poco fastidiados por tener que apelar a los papelitos, se nos ocurrieron otras formas para aprehender y vivir la experiencia plástica de este artista:

¿Qué tal si en lugar de repisas y vidrios, nos colocaran sillones y sofás, en una acogedora sala de lectura, para que cuando nos sentáramos dispuestos a explorar, nos topáramos con esas estanterías-esculturas de las que no podemos sacar ningún libro, o con esos ejemplares que no se abren, o con esos tomos intervenidos?

¿Qué tal si mientras escuchamos el loop del Parsifal nos hicieran caminar a través de un pasillo en forma de espiral, en cuyas paredes se vieran las polaroids de ese bosque de Montserrat, esos troncos, raíces y piedras iluminadas por el flash, hasta salir exactamente por dónde entramos?

Aunque valoro la exhaustividad de la retrospectiva, creo que una puesta museográfica al estilo de lo señalado arriba, nos hubiera internado efectivamente en un bosque de obras que se complementan y potencian las unas a las otras. Cualquier desorientación sería para que viviéramos las inquietudes del artista, y no para que sufriéramos ante un amasijo de piezas, que reiteran una y otra vez las mismas nociones y búsquedas, por lo que casi hubiera sido preferible dejar sólo el puñado más acabado.



Fotografías catapultadas

Justamente la sensación contraria nos dejó la exposición “Infancia”, de la fotógrafa Isabel Muñoz, en el foyer del Caixa Forum. No se trataba de una retrospectiva ni mucho menos, sino más bien de una pequeña exhibición, concentrada en una salita lateral, parte del programa desarrollado por la Unicef con motivo del vigésimo aniversario de la Convención sobre los Derechos del Niño.

La muestra incluye 200 fotografías -80 en gran formato y 120 más pequeñas- de niños de cuatro continentes, que han pasado por situaciones extremas, como abuso, marginalidad, desplazamientos, enfermedad o tortura. Retratados de forma frontal, como si fueran líderes políticos, reflejan en los ojos y en la disposición de sus cuerpos dignidad, gallardía y esperanza. 

Normalmente, cuando se trata de una exposición de fotografías de gran formato, uno espera paredes blancas y suficiente espacio para distanciarse y ganar perspectiva. Curiosamente aquí las fotos se presentan en paneles muy cercanos los unos a los otros, obligando a desplazarse por los estrechos pasillos que se forman entre panel y panel.

Sin embargo, en lugar claustrofobia o dificultad para apreciar las obras, la sensación que tuvimos fue acogedora, como invitándonos a caminar entre los niños fotografiados, para conocer su entorno, sus juguetes y su vida.

Todo está ajustado, pero mediante un juego de espejos, no sólo se pueden ver las obras que se tienen al frente, sino también las que normalmente escaparían de nuestro campo visual, detrás de cada panel.

Las fotografías terminan formando una de doble fila alternada, como en un juego de ajedrez: las de los paneles en un primer plano, las de los espejos un poco más atrás.

Todo el espacio se aprovecha: en los laterales se transmiten videos con parte de las sesiones fotográficas, donde bien puede apreciarse el trabajo de Muñoz, el propio entorno de los niños y algunos testimonios.  

Obviamente se trata de una muestra bastante menos compleja de preparar, tanto por el número y formato de las piezas, como por los conceptos a trasmitir. Sin embargo, es claro que aquí la distribución de las fotografías sí les permite ganar expresividad y contundencia. Cada elemento de la puesta museográfica aporta un giro adicional.

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