Después de un riquísimo desayuno por las inmediaciones de La Castellana, comencé por el Centro de Arte La Estancia, donde antaño aprecié exposiciones divertidísimas y nada ortodoxas como una mágica de juguetes venezolanos.
La exposición vigente era “Abra solar, un camino hacia la luz”, de Alejandro Otero, abierta -según explicaban- “en el marco de la recuperación de la Plaza Venezuela” (ojalá, finalmente, que así sea, pronto y amén).
Empecé a recorrerla con ilusión y, para mi agrado, encontré algunas buenas imágenes y textos bastante interesantes, incluyendo extractos de una entrevista donde el artista develaba mucho de su visión y de cómo iba concibiendo sus obras.
El detalle es que los textos más reveladores hablaban de piezas que no estaban en la muestra, como Las Cafeteras. Se puede entender que no se tengan todas las obras, pero el incluir una gran disertación acerca de una pieza, sin mostrar siquiera una reproducción –y, cabe acotar, había numerosas impresiones digitales de otras creaciones- le restó muchísimo a la propuesta museográfica.
Se supone que la disposición de cada uno de los elementos de una exposición busca garantizar una unidad dialéctica entre la documentación y lo que se quiere transmitir al público: el objeto artístico. El hilo conductor debe ser claro y consistente.
Pero en este caso y, para colmo, algunos de estos excelentes textos que refiero estaban colocados al lado de obras que no nada tenían que ver, lo que hacía todavía más confuso el recorrido.
Público distinto pero escaso
Recordé que en el Museo de Arte Contemporáneo habían finalmente inaugurado la exposición de Spencer Tunick y hacia allá me fui. En las inmediaciones y escaleras no vi a nadie. Mi acompañante comentó exaltado: ¿será que ahora cierran los domingos?
Sin embargo, al entrar sí encontramos gente. Había un grupo que resaltaba, se notaba que no eran los típicos visitantes asiduos. Iban en actitud de turistas, de exploradores, como viendo todo por primera vez.
Noté por su fisionomía y su acento que muchos no eran de Caracas. La mayoría llevaba camisa roja, lo que me hizo pensar habían venido para algún acto gubernamental o pertenecían a alguna misión. Me llamó la atención que, de uno en uno, fueron posando frente a un cuadro con la imagen de una indígena, para sacarse una foto.
Encontrarlos allí me pareció curioso y positivo. Tal y como lo había notado en la inauguración de una muestra de Addo Giacobelli, gente distinta está visitando los museos.
La exposición de Tunick quedó bastante aceptable y bonita, después de superar tantos retrasos y contratiempos. El video con la experiencia venezolana y pequeños documentales de lo hecho por el fotógrafo en otras partes del mundo, fueron un buen complemento de las fotografías. Y el detalle de que los participantes pudieran firmar en su propia imagen, me resultó simpática.
Lo que lamenté fue que, además de la exposición de Tunick y unas pocas salas más, el museo estaba vacío. Casi no había obras expuestas y, a pesar de la presencia del grupo, la afluencia de visitantes era realmente escasa.
En la GAN se necesitan tapones
Crucé entonces hacia la Galería de Arte Nacional para ver la muestra de Armando Reverón, luego de su “consagración” en el MoMA. Sé que la mayoría de las obras pertenecen a coleccionistas privados –reunirlas fue uno de los principales atractivos de la individual en Nueva York-, así que quería ver qué podíamos apreciar aquí, en ese par de salas.
Pero allí se terminó de frustrar mi paseo. Y no porque no hubiera obras o estuvieran mal expuestas, sino porque simplemente el ruido me hizo huir despavorida.
No soy partidaria de galerías y museos incólumes, silenciosos como una abadía o un cementerio. Si no se los llena de gente, de actividad, de risas, de intercambios y reflexiones, terminan convirtiéndose precisamente en eso: cementerios culturales. Pero, caramba, también hay que saber escoger.
En los hermosísimos jardines de la GAN, qué bien suena un quinteto de cuerdas o, si nos vamos a cosas un poco más actuales, puede quedar bien casi cualquier agrupación musical, siempre que sea en acústico. Pero ayer, nada más al acercarme a la Plaza de Los Museos, ya se oía el retumbe de un feedback eterno.
Era una agrupación de música venezolana, perfecto. Se estaban aprovechando los espacios públicos, perfecto. Pero, caramba, a quién se le ocurre que necesitaban esa amplificación; y quién fue el sordo encargado de montar el sonido.
No recuerdo el nombre del grupo, y no entiendo cómo aceptó tocar en esas condiciones. Como melómana me indignó la situación. La música no podía apreciarse ni siquiera en los propios jardines, porque estaba demasiado alta y retumbaba totalmente distorsionada. Y dentro de las salas el ruido era aturdidor e insufrible.
Hice mis esfuerzos de abstracción, pero a los minutos tuve que salir corriendo, tapándome literalmente los oídos con las manos. Y me quedé pensando en como siempre hay un ruido, siempre hay algún detalle que termina enturbiando hasta las cosas más hermosas y valiosas que tenemos, como un Reverón o un Otero.
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